julio 21, 2005

El Caminito de Julio

Somos nosotros, los miembros del Comando Mocho, los responsables de actualizar el sitio del Concepto DFyD, y de presionar a los colaboradores para que arrimen sus aportes; pero a la vez hemos dado un golpecito de estado, de manera que el antiguo sistema ha sido quebrado.
Redondeamos: ahora se actualizamos parcialmente, y como se nos canta.

Por suerte tenemos un amigo que sabe de cantos y de literatura, que se llama Julio Alfonso.
Aquí va lo nuevo de este desvelado.




En pos de un camino con regreso

Uno ha llegado a estas instancias de los años luego de sortear mil barreras imprevistas, diversos vericuetos que en principio no estaban en el menú de nuestra suerte de vida. Tomamos un camino ateniéndonos a él, nos acostumbramos a su terreno no siempre árido, no siempre florido, aunque sí dispar y con perfiles de esperanza. Y eso está bien que así hubiera sucedido, pues debe ser abúlico y complaciente tener partituras de vida, con atriles de oro, bronce o de latón, con bemoles calculados, con las horas, minutos y segundos puestos a disposición de un orden público. En ese aspecto es que uno acepta el azar, no al número apostado para salir de pobre, sino al pleno de la existencia en juego.
A veces, por el simple hecho de tomar un atajo que no estaba en la lista de nuestro saber, nos encontramos con un destino excelso; en otras, por seguir a quienes eligen las amplias y cómodas autopistas que ofrece la razón, cómplice de la lógica, no nos encontramos ni con nosotros mismos, en extraña procesión de desencuentros. Ocurre que todo trayecto es raro, imprevisible; en cada latir, en cualquier parpadeo, después de un eclipse de semáforo en verde nace la posibilidad de ser otros en otra vida.
Uno, por ejemplo, no eligió este camino adoquinado de palabras por donde circula para obtener las necesarias monedas del alma y los trigales; se dio así, de modo natural, porque alguna vez intentó un verso para seducir a alguien, o porque se puso a escribir sus penas, en vez de fundar una sociedad de lágrimas. A la mayoría, en su momento, seguro que le pasó algo semejante, al margen del oficio o profesión que se tenga.
Cuando pequeño, éste que escribe solía caminar sobre las vías del tren. Iba a paso firme sobre durmientes de quebracho, como si ellos fuesen los escalones de aquella mítica escalera que creara el atrevido Jacob. No temía perderme porque las mismas vías marcaban el regreso. Ellas eran la señal, el guiño necesario para volver a casa. Cuando las vías fueron desplantadas por aquellos señores de mameluco azul y rostro de ‘yo no sé nada, recién llego’, todo dio un giro: los caminos que iban hasta el futuro, en ida y vuelta, pasaron a ser de tierra, alfombrados de granza o de cemento, pero sin señales, sin guiños que me marcaran regreso alguno. Hoy sería de mi agrado afectivo retornar por donde he llegado, pero no en son de nostalgias, sino para desandar lo bueno y reparar todo lo erróneo que hemos cometido en tantos años de andar, pero también para recuperar ciertas caricias, devolver algunos abrazos y decir gracias por aquella vez, cuando me quedé con el vuelto de quien me dio más que una mano. No sé cuantas suelas he de invertir en ese peregrinar hasta uno y sus errores.
Un muchacho que sabe me dijo que no haga cuentas al respecto, que los números duelen, que ellos son los mismos que gobiernan al mundo exterior. También me dijo que el camino que comenzamos al dar los primeros pasos, no tiene más pretensión que arribar ilesos al paraíso, que no siempre es suerte de multitudes. Es probable que tenga razón. De ser así, tal vez el camino al paraíso sea este laberinto de esquinas arboladas de espanto por el que transitamos detrás de una quimérica zanahoria, o tal vez con la esperanza de no perder nuestros rastros más dignos.
Llegar al paraíso no debe ser muy simple, uno supone; más complejo ha de ser hallar la entrada, porque - según Rimbaud-, para ir al Paraíso no alcanza con ser buenos; también debemos ser inteligentes.
Imagino al Hacedor en espera de algún arribo. Intuyo cuando atisba la distancia, para mejor ver quién llega. Lo imagino apartando estrellas despeñadas, pedrada de fuego que proviene del Infierno, estación que quizá deba sortear quien pretenda verse frente a la celeste arcilla.
Yo sigo la ruta prefijada por el azar de mis días, sin la certeza de llegar hasta la cumbre que busco. Se han perdido muchos compañeros de viaje al pasar bajo la raíz trashumante del ocaso, árbol de sombra unánime.
Ello importa, porque duele, pero debemos seguir. Algún día he de saber si he arribado a la esquina de los Ángeles y los Justos. Sólo entonces sabré comprobar si alguna vez estuve donde estoy o seré un deudor más de mis anhelos. Ojalá no haya equivocado el camino.


Julio Alfonso
julioalfonso@argentina.com

julio 12, 2005

Todos me piden cosas.

Y nosotros, que somos flojos con la gente buena, hacemos caso.

Julio Alfonso, un gran amigo nuestro, gran escritor, nos acercó este texto, que también van a encontrar (entre otros de su autoría) acá.
Léanlo, porque se lo merece.

Comando Mocho, por unanimidad.


Todos me piden cosas

Las paredes me piden pintura. Si miro afuera de mis ojos, las sombras que ha plantado mi vecino penetran sin permiso en los ambientes de casa. Entonces, las paredes también me piden luz. Mis chicos me piden una sonrisa, papá, dale. Complazco la solicitud, aunque no esté en condiciones de sonreír, pues hoy, justamente, el mal humor vino a cobrarme aquella sonrisa que ayer libré sin fondo, cuando fui garante de una alegría tan pasajera como morosa.
Todos me piden algo: los boletines municipales, que pague por los servicios prestados, aunque las ramas de la poda estuvieron procreando nuevos cultivos, hasta que vinieron dos camioneros que, ejerciendo la burocracia del ánimo, sólo retiraron el ramaje, no las bolsas de basura que la desidia de ciertos vecinos dejara para que las ratas los evoquen.
Todos piden: los policías me hacen descender del colectivo y me exigen documento, luego creen saber quién soy. Ese adolescente vestido con ropas ajenas y enormes, vino a ofrecerme una rifa de ayuda para la ‘Villa Vértiz’; dos hermanitas rubias, con los codos y las ganas percudidas, me piden ropa vieja, ‘porque desde ayer somos nueve, mamá está enferma y papá ya no se sabe’.
A uno le gustaría tener pantalón de mil bolsillos nuevos, diarios y mágicos para satisfacer todos los pedidos, pero no. Hasta me dicen ‘usted, que escribe, escríbale a Dios’. Pero no sirve ironizar que la iglesia tiene mail, pero EL no, porque el hambre no entiende intenciones si antes no hubo panza llena, escuela y caricias. Cada pedido tiene en sí una consulta; preguntan, sin decirlo, hasta cuándo ha de durar esta desdicha. Y uno les aclara que no sabe, que estamos en la misma bolsa, que ni bien veamos que el olvido se distrae, iremos en patota a patearle la abulia. Se van conformes, abrazados a un sándwich de pan y queso, el que los lleva hasta la esquina donde viven, no más.
Ella también pide, me pide que la recuerde. Le pregunto si sirven para algo los recuerdos, virus del alma que siempre llegan cuando ha sido consumado el error y las fechas virtuosas ya no sirven para nada. Ella lo piensa y me da la razón con su mirada. Es cuando me pide que la olvide, acto de los sentidos que uno ha puesto en funcionamiento desde tiempo ha, aunque nunca se lo dijo. Entonces, ante semejante falsedad, mi ética pide a gritos el relevo urgente de mi decoro, pedido al que uno accede sin resistencia alguna.
Todos me piden algo. Con algunas puedo, otras me resultan imposibles. Hasta la vida me pide cosas: que la viva, que ella no sea una excusa sólo para respirar y escribir (la misma cosa), que cada minuto perdido no se recupera luego, que no hay muchos luego, que las horas tienen huesos muy pequeños que algunos llaman segundos, que éstos son los dueños y las víctimas de todas nuestras desidias. La vida tiene razón, ella sabe, pero marche preso.
Hasta el recuerdo es pedigüeño: me pide que sea el mismo de ayer, ése que ya no existe en los espejos. Yo le doy la derecha, pues, ¿quién es uno para discutir con el recuerdo, tan prepotente como su antagonista, el olvido?
Un día de éstos, yo también pediré cosas: que alguien despinte el paisaje de la pobreza; que nos presenten un balance entre lo esperado y lo ocurrido; que el encuentro con la esperanza que viene no sea codificado, menos aún diferido.
Por ahora sólo escucho pedidos: una vecina pide un escrito ‘que no sea político, amoroso ni nada’ (¡dio justo con el escriba indicado, señora!); Elba me pide que ‘hable’ de los bichitos de luz que ya no existen; mi tía Lita dice que no me olvide del día de las tías; Mónica y Roberto, que me esperan para tomar mate en el barrio Constitución; desde el póster que tengo en una de las paredes de mi taller de escritura, Sábato cruza sus brazos como pidiéndome una definición de estilo, pues ‘hay dos tipos fundamentales de ficción: o se escribe por juego, por entretenimiento propio y de los lectores, para distraer o procurar unos momentos de agradable evasión, o se escribe para buscar la condición del hombre, empresa que ni sirve de pasatiempo, ni es un juego, ni es agradable!’. Está bien, no se ponga sulfúrico, Maestro. Disculpe, usted. Intentaré otra vez desde el inicio: ‘Las paredes me piden pintura... ‘





Julio Alfonso.
julioalfonso@argentina.com