octubre 28, 2005

Agradecido, Maestro

El 29 de octubre, Julio Alfonso tomó el último de los trenes, ése que no pierde nadie. La nota que sigue la escribió Alejo Salem, ahijado literario del Señor Julio Alfonso.



Agradecido, Maestro


Agradecido, Maestro. Digo agradecido y no me voy a poner sensiblero –o intentaré que no se note- tal su enseñanza. Mostrar el sentimiento, sí, claro, para eso están las armas del escritor; pero el comercio con las lágrimas no es para gente de este barrio. Dejemos que las lágrimas tengan su destino, que si se tienen que desbarrancar tengan una caída provechosa.
Caída provechosa me suena a usted, Maestro. Otra cosa para agradecer. Si no hubiera perdido alguno de esos trenes tal vez no nos hubiéramos cruzado nunca. No hubiese tenido yo la posibilidad de aprender a tomar café, de nutrirme de vida mientras el pibito de la calle cambiaba estampitas de la virgen del pegamento por una moneda. Eso también es vida, los mocosos están, aunque nadie los muestre; están como hay amor, o mujeres, o nietas que tiran besos. Eso lo nombraba, y así quisiera yo nombrar.
Nombrar. Nunca leí su diccionario, Maestro. Me acuerdo. Sí de la definición de “cacatúa”. También de ciertas citas que definían; la que más me gustaba era: “tu cuerpo, carne de hojas”. Qué sencillo, qué claro, qué ruidoso. Me hubiera gustado ver la medalla que le trajo la poesía. La virtud de nombrar, sospecho, es intransferible. Nadie puede enseñar a escribir, decía usted en esa mesa de café. Disculpe si lo refuto, pero usted pudo mostrarlo (si lo hago mal es vicio mío, Maestro). Miles de personas me dan la razón, los que lo leían en el diario.
Diario. Desde los primeros poemas a sólo fin de ganarse una mina (y el poema subrepticio y a pedido) hasta el apunte semanal, pasando por la novela inédita, el guión televisivo y radial, las historias de algunos barrios, los poemas maduros, las revistas barriales y de jubilados, la Cantata al Libertador, la revelación en Cosquín… Me animo a incluir las correcciones de los malos alumnos (y me incluyo) en la mesa del café. El objetivo, creo, era siempre el mismo: el hombre está ahí, y es ése que vive y sufre y sueña y ama. Está ahí, donde se tendrían que juntar Arlt y Borges.
Arlt y Borges. Lo cito, Maestro: “Si pudiera elegir me gustaría escribir con la sensibilidad de Arlt en la perfección de Borges.” Tal vez la cita no sea literal, lo admito, pero es veraz. Déjeme decirle que, a mi juicio, eso hacía usted. Es verdad, también, que la humildad no era el traje que se ponía, sino su forma de ser, y que nunca me (nos) iba a decir lo que ya se sabía. Pero sé que fue eso lo que me estimuló a querer conocerlo.
Conocerlo. La primera vez que leí uno de sus “Apuntes de un desvelado” recién se me daba por jugar con las palabras. Yo quiero escribir así, pensé. Un aviso en el diario me acercó al taller en el Castagnino. Después vino el café en el centro, las charlas extendidas, el estímulo permanente y la enseñanza que usted negaba. Llegó el prólogo de mi primer libro y la presentación, y sus colaboraciones para la página en internet. Yo conocí una parte suya, Maestro, la del hombre que dio la vuelta y la supo transmitir, enseñar.
Enseñar. En esta no le voy a hacer caso: no puedo escribir con el recuerdo de la cosa. Me gustaría que le pegue un vistazo a éste texto. Me diría que no me apure, que aproveche los párrafos, que meta más períodos… Sepa disculpar la torpeza de esta nota. Ya voy a aprender.
Agradecido, Maestro. Lo voy a extrañar.

Alejo Salem
alejosalem@dfyd.com.ar

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